Juan José Millás ha hecho toda una carrera literaria (y periodística) de la observación inane. En un tono invariablemente ligero, que disfraza de juego irónico el reconocimiento de su propia intrascendencia, lleva cuatro décadas emborronando páginas con personajes simples, de vidas anodinas y pensamientos superficiales. Juan José Millás es a la literatura lo que el Avecrem a la gastronomía: inofensivo, fácil de digerir y carente del más mínimo valor nutritivo.
Eso no ha impedido, obviamente, que en el desierto de talento que es la literatura española se le hayan acabado concediendo todos los premios habituales, desde el «prestigioso» Premio Planeta hasta el Nacional de Narrativa e incluso alguno de, ejem ejem, «periodismo». Tampoco que nuestros críticos (tan amigos de sus amigos y tan buenos sirvientes de sus señores) hayan loado su supuesta inteligencia e inventiva, ambas sin duda superiores a las de ellos.
Su última novela lleva el título de una advertencia que debería abarcar toda su obra: ¡Que nadie se duerma! Y en ella se nos cuenta la historia de Lucía, uno de esos personajes «sencillos» y «cercanos» a los que se nos invita a mirar desde arriba, con la enorme condescendencia mezclada de sentimentalismo que les dedica su propio autor.
Lucía es una programadora gorda que acaba de quedarse en paro (¡!), y Millás, en un gesto característico, comienza la novela haciéndonos una enumeración detallada de los contenidos de la caja de cartón con la que abandona la oficina. Digo que es un gesto característico porque se supone original y revelador pero resulta en realidad enormemente rutinario; porque la lista es predecible y aburrida y porque incluye un cuaderno en el que Lucía «resuelve» algoritmos (claramente Millás no tiene ni idea de en qué consiste el trabajo de un programador), un bote de crema hidratante, una caja de tampones y calcetines de lana gruesos, todos elementos que pretenden despertar nuestra simpatía por este ser débil y supuestamente familiar del modo más burdo y rápido posible.
Cargada con la caja, Lucía decide tomar un taxi para regresar a casa, y el taxista resulta ser otro antiguo programador que también se quedó en paro, pero que ahora es mucho más feliz imaginándose que atraviesa cada día una ciudad diferente. Programadores en paro y taxistas cándidos que revelan una vida interior de adolescente ensimismado: éste es el tipo de criaturas inverosímiles y caprichosas que pueblan el mundo de Millás. La crítica lo llama «imaginativo», pero es solamente arbitrario, pobre y perezoso, «mono» del modo manipulador y simplista en que los son las Amelies de este mundo.
Millás es un funcionario de la palabra. Un profesional chapucero y desmotivado que cada día emborrona las páginas imprescindibles para ganarse el pan. Quizás por ello todo lo que ha escrito en los últimos cuarenta años, novelas y artículos incluidos, no es nada más que prosa de relleno.