Eva, de Arturo Pérez-Reverte

Hay gente un poco tonta que se queja del estilo de Reverte. A este humilde pelabarbas, sin embargo, le disgusta Reverte por todas las razones adecuadas: por esos protagonistas siempre idénticos, siempre muy atractivos y muy masculinos y de vuelta de todo, de pocas palabras y menos pensamientos, trasuntos todos del macho alfa que es la propia persona pública de su Autor; por las mujeres que los acompañan, atractivas también, faltaba más, y frecuentemente políglotas, fantasías masculinas de autor pajillero; por sus personajes secundarios, por su pueblo gracioso y noble y sus malos remalos y sus buenos de palo. Pero sobre todo por ese mundo simplista, de realidades crudas y verdades evidentes (sólo se requieren cojones para mirarlo de cara, ¡epistemología testicular!) que Reverte, a juzgar por sus artículos de opinión, toma por el mundo real. El mundo, para Reverte, es un lugar hostil diseñado para pasear su hombría. Algo así como la Castellana cuando pasa la Legión con la cabra, pero eso sí, en un día de mucho frío. De un frío cruel.

De entrada, Eva (primeras páginas, aquí) es más de lo mismo, otra versión castiza de una película americana de acción. Comienza con Falcó huyendo de un asesino en Lisboa (¿sobrevivirá a las primeras tres páginas? ¡Qué intriga!) con amplias muestras de prosa técnica y todas las poleas y palancas de la palabra al descubierto: que si tal cosa está a la izquierda, tal otra a sus espaldas, las escaleras van hacia abajo, la barandilla a un lado, la navaja va de derecha a izquierda, ¡qué mareo! Termina uno de leer la primera página sin aliento, pero no de la emoción, sino del trabajo, de tanto ir y venir, de tanta descripción de dirección de escena intercalada de analepsis explicativas. Tiene uno la sensación de que Reverte, más que para el lector, escribe para el director de la película.

Pero que no, que insisto, que aquí tenemos demasiado clase para quejarnos de su falta de estilo. Nos quejamos del machito.

Oculto tras una esquina, Falcó se dice:

No voy a morir esta noche […]. Tengo planes más atractivos: mujeres, cigarrillos, restaurantes. Cosas así. De modo que, puestos a ello, es mejor que mueran otros.

Qué duro, qué atractivo, qué viril.

—Venga, hijo de puta —faroleó Falcó—. Acércate un poco más… Vamos.

Faroleó. Fantasmeó. ¿Sabe Reverte que el fantasma no es el personaje?

El perseguidor muere de un tajo en la garganta asestado con una cuchilla de afeitar (Gillette, precisa Reverte, detalle por lo visto imprescindible) y eso a un servidor, evidentemente, le gusta mucho. Pero aún así tiene que declinar seguir leyendo. Porque aunque Reverte es mejor que la media basuril de la lista de más vendidos, esta película simplona de Hollywood de los 50 ya la ha visto, mejor hecha, en su versión original.

4 comentarios en “Eva, de Arturo Pérez-Reverte

  1. Los lectores de Reverte, millones en todo el mundo como sabes y lo hemos hecho millonario, conocemos bien su nombre y sus estupendos libros. Lo que no sabemos es cómo te llamas tu ni que has escrito en tu vida, pedazo de anónima mierda.

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  2. Héctor, amigo mío, ¡cómo me alegra verte por aquí! Tu verbo florido y tu pasión anima cualquier sarao. No voy a responder tu sesudo comentario con la tontería ésa de lo buena que debe de estar la mierda si les gusta a tantas moscas (¡yo nunca respondo con refranes!). Muy al contrario, voy a atesorar tu sabiduría y meditarla con detenimiento.

    «¿Qué es lo bello?», se preguntaba ya Sócrates. «Sin duda», le respondería hoy Héctor, «lo que les gusta a los muchos.» «Pero Héctor», insistiría Sócrates, «convendrás conmigo en que la mayoría puede estar equivocada, y los pocos en lo cierto». Héctor se rascaría la cabeza. «¿Quién es hoy en día el poeta más popular de todos?», insistiría Sócrates. «Dan Brown», respondería Héctor. «¿Y el bardo más solicitado?», «Taylor Swift.» «¿Por cuál, de entre todos los dramaturgos, claman las masas?». «Por los guionistas de Sálvame deluxe». «¿Y en todos estos casos, amigo Héctor, sin duda tú estás de acuerdo con la mayoría?» Héctor, llegado este punto, no sabe qué responder, estalla en exabruptos y pide que se juzgue a Sócrates por impío y corruptor de la juventud. Sócrates, efectivamente, acaba tomando la cicuta, y Paulo Coelho ocupa su lugar como filósofo más celebrado de Atenas.

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